Paris, 1907

Diciembre 2023. Foto: J.A.A.

Cielos cambiantes de principios de octubre, celajes sombríos seguidos de claros deslumbrantes. El poeta se acerca a la ventana y dirige a ese cielo una mirada glauca, tristísima. Parece que ya ha pasado el aguacero y ahora el espectáculo de las nubes errantes le encoge el ánimo con su belleza. “Se acabó el verano” —habla en voz alta consigo mismo, igual que hacen todos los que pasan demasiado tiempo solos—, “bienvenidos a París, días de otoño”. Cierra su «libro de imágenes» (antes había vuelto a reposar su mirada sobre las tres ramitas de brezo que poco a poco van perdiendo su olor a tierra húmeda) y lo guarda con cuidado. Ahora se enfrasca en los preparativos para su paseo diario hasta el Boulevard Montparnasse. Antes de salir, con el abrigo puesto y el paraguas colgado del antebrazo, se vuelve otra vez a mirar al cielo: la tarde se ha despejado y los adoquines brillan como si alguien los hubiera acabado de barnizar.

Rue Cassette 29. Aunque sabe que se trata un refugio temporal, que todo en su vida es provisional y que pronto, muy pronto, también París tratará de sacudírsele «como un caballo a su jinete», le gusta este lugar junto al Jardín de Luxemburgo. De alguna extraña forma, imposible de racionalizar, siente que ahora mismo está en su sitio, que su figura forma parte del decorado de este elegante distrito VI: pulcros edificios burgueses y aristocráticos palacetes ante los que imagina poder encontrarse a los Talleyrand o a los Rochefoucault. Ahora camina despacio por la rue Vaugirard, luego seguirá por Rennes; o mejor, hoy continuará por Vaugirard hasta el bulevar, así llegará a tiempo a la farmacia de Necker. Ha dejado a medio escribir su carta de esta tarde a Clara. Hoy, miércoles, dos de octubre de 1907, la lleva en su pensamiento desde bien temprano, cuando le ha asaltado —¡y de qué manera!— el recuerdo de los diez días que siguieron al nacimiento de Ruth. Ahora, hundido en la tristeza de su voluntaria reclusión, el recuerdo de aquellos días de plenitud, de aquella sensación de vivir «sin pérdida», se ha convertido en una dolorosa punzada. “Hace cinco años que todo, amigo Rainer, absolutamente todo estaba bien hecho y ahora…”
Clara, ella conoce mejor que nadie la mecánica del “proceso” que hace que todo comience a volverse insoportable.
Primero unos pequeños avisos y no tarda el malestar en manifestarse de lleno.

El poeta, impecable, va todas las tardes al mismo café. Ha terminado por aceptar que lo hace sobre todo para escuchar una voz femenina, una voz acogedora y cálida en la que encuentra esa pequeña dosis de ternura que le ayuda a tolerar su aislamiento. Un bálsamo para el alma del infeliz que apenas ha escuchado otra voz humana en todo el día. Si esa camarera que cada tarde le sirve su vaso de leche pudiese tan solo sospecharlo; si pudiera imaginar lo importante que puede ser para este hombre triste un Bonsoir, Monsieur Rilke…
Es tarde. Ha salido del café y ahora deshace el camino por la rue Vaugirard apretando el paso. Quiere llegar lo antes posible para continuar con la carta a Clara.
—“Clara, mi mujer, mi confidente, la esposa amada a la que tuve que confesar que me estaba ahogando, que no era capaz de soportar la existencia en un hogar de clase media…
Clara Rilke, ¡ay! —Clara Westhoff”.

El que está sin hogar no construirá refugio;
el que vive solo vivirá así para siempre,
despertar para leer un poco, escribir largas cartas
y, por las avenidas de la ciudad,
deambular a ratos, cuando las hojas salvajes se desprenden.

(Día de otoño)

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Aún miércoles por la tarde (2.10.1907)
… Tan cansado estaba de escribir, que desconsideradamente puse término a mi carta al llegar a la página ocho… Sólo quería ir a tomar mi vaso de leche en el Boulevard Montparnasse. Había disfrutado antes de una hora feliz, tranquila: bajo el amparo y la emoción de tu carta de ayer, tomando el último sorbo de té y contemplando las reproducciones de Van Gogh (…) Son reproducciones sencillas, nada refinadas, pero muy simpáticas, de cuarenta de sus obras, veinte de ellas de la época anterior a su estancia en Francia. Cuadros, dibujos y litografías, pero sobre todo cuadros. Árboles en flor (como sólo Jacobsen ha sabido hacerlos), llanuras en las que se hallan esparcidas y en movimiento lejanas figuras; (…) O un jardín o un parque, vistos también y dichos sin prevención, sin orgullo, o simplemente cosas, como una silla, por ejemplo, nada más que una silla, la más corriente; y sin embargo ¡cuánto hay allí de los «santos» que esperaba y se proponía hacer mucho más tarde! (En una de sus cartas.) Buenas noches.

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El Museo Reina Sofía expone, hasta el 4 de marzo de 2024, un conjunto de obras de Picasso realizadas entre 1906 y 1907. Poco podía imaginar Rainer Maria von Rilke que Les demoiselles d’Avignon estuvieran —quizá todavía secándose— a tan solo una hora a pie de la rue Cassette. La verdad es que me temo que las monstruosas señoritas del Bateau Lavoir hubieran escandalizado al sensible poeta —cosa que ya había ocurrido con compañeros tan poco sospechosos de mojigatería como Braque o Derain, entre otros—. Picasso había ido esta vez demasiado lejos.
En fin, por acabar, tan solo una nota más: estoy convencido de que Rilke y Picasso tuvieron que cruzar sus miradas —y quizá más de una vez — en aquel Salon d’Automne de1907: ambos fueron devotos de Cézanne.

J. A. A.

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